«La república de las vacas»

15 dic 2017

En el gran corral, Daniel el vaquero presidía sobre «la república de las vacas». Así se refiere a aquel hato lechero en la hacienda Piedra Azul la escritora venezolana Teresa de la Parra en su novela clásica titulada Las Memorias de Mamá Blanca.

Daniel les ponía nombre a las vacas igual que Mamá Blanca se lo ponía a las niñitas de la hacienda. Sólo que, como tantos otros llaneros, Daniel tenía dotes de poeta y bautizaba a las vacas con nombres líricos tales como Flor de Saúco, Noche Buena, Viuda Triste, Niña Bonita, Desengaño, Amapola, No-me-dejes y Rayo de Sol (que él y las niñas pronunciaban Rayo’e Sol). Aquellos nombres correspondían a los rasgos físicos de cada una. Viuda Triste, por ejemplo, era del todo negra, de un negro carbón muy severo, mientras que Noche Buena, igualmente negra, llevaba impresa en la piel la escena del pesebre de Belén en toda su extensión, cubierta de estrellas que blanqueaban aquella oscura madrugada, iluminadas como si hubieran sido formadas por una explosión del esplendente lucero de los Reyes Magos. En cambio, Rayo’e Sol era rubia, de un matiz dorado que brillaba con tanto fulgor que hacía que la pobre Desengaño, que era de un color indefinido, pareciera aún más desteñida de lo que tenía la desdicha de parecer.

«Hijas de Piedra Azul las unas como las otras... eran ellas nuestras nodrizas, y los becerritos nuestros hermanos de leche —explica Mamá Blanca en sus Memorias—. No había, pues, por qué darse tono, ni por qué creerse de mejor alcurnia.»1

¡Qué importancia la que han tenido los nombres desde el principio de la creación, comenzando con los que Dios mismo, en calidad de Creador, dispuso que Adán les pusiera a todas las aves y a todos los animales!2 Con razón que cuando Dios envió a su único Hijo al mundo a que naciera en un pesebre entre los animales del campo, ya había por lo menos seis nombres significativos que Él había dispuesto que su Hijo habría de tener. Cinco de ellos —Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz y Emanuel, que quiere decir «Dios con nosotros»—, habían sido profetizados por Isaías unos 700 años antes. El sexto nombre, Jesús, que quiere decir «Dios el Señor salva», se lo había revelado un ángel del Señor a su padre José y a su madre María en sueños, y les había mandado a cada uno que se lo pusieran.3

Sin embargo, lo más asombroso de esa primera Navidad es que, a pesar de lo majestuoso de esos nombres y de la realeza que representaban, Dios también dispuso que su Hijo Jesucristo no se considerara de mayor alcurnia que nadie, sino que se humillara, naciendo en un pesebre; que los primeros que oyeran la noticia de ese nacimiento, el más importante del mundo, fueran unos humildes pastores como Daniel el vaquero; y que ese Niño Dios al final diera su vida por ellos clavado en una cruz para salvarlos eternamente, si lo reconocían como su Señor y Salvador.4


1 Teresa de la Parra, Las memorias de Mamá Blanca (Caracas: Monte Ávila Editores, 1985), pp. 132-35.
2 Gn 2:19-20
3 Is 7:14; 9:6; Mt 1:18-24; Lc 1:26-30
4 Lc 2:1-20; Ro 10:8-10; Fil 2:5-11
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