Pobladores de paraísos

17 abr 2017

Según el informe de Fray Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las indias, el reino de Yucatán del siglo dieciséis estaba poblado de indígenas prudentes y ordenados, pero plagado de españoles despiadados. Los indígenas, por carecer de los vicios y pecados que más afectaban a los españoles, eran candidatos dignos de ser llevados al conocimiento de Dios. En cambio, a pesar de considerar el lugar «un paraíso terrenal» en el cual los españoles hubieran podido construir grandes ciudades, el buen fraile estima que esos conquistadores no habrían sido dignos de habitarlas debido a su tremenda codicia e insensibilidad. A Hernán Cortés lo describe como un tirano que llevó a su mando trescientos hombres a hacer crueles guerras en las que mató y destruyó a un sinnúmero de indígenas, mientras que a los indígenas los califica de «gentes buenas, inocentes, que estaban en sus casas sin ofender a nadie».1

Es conveniente notar que en el juicio que emite tanto de los indígenas como de los españoles, el padre de las Casas tiene razón... en parte. Es cierto que los indígenas americanos eran buenos candidatos para ser llevados al conocimiento de Dios, pero no porque su falta de vicios y pecados evidentes los hacía dignos de ello. La Biblia dice sin rodeos que no hay nadie que merezca ese privilegio. Por lo mismo, si bien es cierto que, por su enorme codicia e insensibilidad, los invasores españoles no eran dignos de vivir en ese «paraíso terrenal» de Yucatán, no eran menos dignos de vivir en el paraíso celestial de Dios que sus pobres víctimas indoamericanas. Es cierto que esto no parece que fuera justo, pero es porque la justicia divina no es como la humana: la una es perfecta; la otra, imperfecta.

La justicia divina determina que todos somos indignos porque todos somos pecadores. Por medio del sabio Salomón asevera que «no hay en la tierra nadie tan justo que haga el bien y nunca peque».2 Por medio de San Pablo afirma que «no hay un solo justo, ni siquiera uno».3 Pero no deja sin salida al pecador. «Esta justicia de Dios llega, mediante la fe en Jesucristo, a todos los que creen —continúa el apóstol Pablo—. De hecho, no hay distinción, pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero por su gracia son justificados gratuitamente mediante la redención que Cristo Jesús efectuó. Dios lo ofreció como un sacrificio... para así demostrar su justicia.»4

San Pablo tiene toda la razón. Dios jamás dispuso que ninguno de nosotros nos salváramos por nuestra inocencia ni por dejar de ofender a nadie, sino sólo por el sacrificio de su Hijo, el único que jamás pecó.5 Lo que sí dispuso es que todos los que reconozcamos que somos tan indignos como aquel malhechor que murió crucificado al lado de Jesucristo, vivamos con Él en su paraíso celestial.


1 Fray Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las indias, citado en Cronistas de indias: Antología, 3a ed. (Bogotá: El Áncora Editores, 1992), pp. 48-50.
2 Ec 7:20
3 Ro 3:10
4 Ro 3:22‑25
5 1P 2:22
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